Los ciudadanos asisten absortos, aunque cada día menos incrédulos y sorprendidos, a la barahúnda provocada por la retahíla de nombres de políticos puestos en la picota por deméritos propios a cuenta de haber falseado su historial académico, en unos casos, y «engordado» con poca o ninguna sutileza, en otros. Casi cada día se descubre la novedad de una nueva identidad que engrosa una lista que abochorna a cualquiera y que en ninguna circunstancia debería ser abordada con paños calientes o infravalorada. Los políticos se preguntan incluso con recelo en demasiadas ocasiones por la desafección de los españoles hacia ellos, la mala opinión global que les merecen los encargados de una labor que, en principio, debería ennoblecer como es el servicio desinteresado y vocacional para lograr un país mejor y el bienestar y la prosperidad de esa misma sociedad que los censura. En realidad, resulta sencillo de entender un desapego creciente. Las páginas de los periódicos y las horas de los informativos de radio y televisión extienden sobre la mesa no ya la desvergüenza de unos pocos, sino la complicidad y la comprensión de demasiados. Se cierran filas con los conmilitones y se minimizan como deslices conductas que causan sonrojo a costa de los deberes propios en un estado de derecho. Que prevalezca la lealtad con las siglas y el interés del partido sobre los umbrales éticos de todo servidor público es otra línea recta que alimenta la desconfianza de una relación tóxica. Y en esta noria de las vanidades y de la superioridad de los nuevos regentes, hay episodios que causan especial bochorno como el de la dimisión del comisionado para la dana, José María Ángel, que presuntamente falsificó un título universitario para conseguir una plaza de funcionario, y la operación de distracción y blanqueamiento del Gobierno hasta avalar al sospechoso y su conducta. Que la ministra de Universidades Morant hablara de un debate sobre la «titulitis», de que el PSOE no reclama licenciaturas sino hojas de servicios, para sacar avalar al dimitido, el supuesto falsificador, prueba la deriva de mediocridad, degradación e inversión de valores de esta izquierda que alardea de superioridad moral. Hace unos días, lo grave era la mentira, hoy al sanchismo le sirve todo. La ley y la ética públicas se convierten en papel mojado y la barrabasada de turno está dispuesta con ánimo de servirse a sí mismo. Transitamos un tiempo sombrío en el que se exige al ciudadano un comportamiento ejemplar mientras se relativizan las faltas en los que mandan. Si se extravía todo el sentido moral del poder, si se renuncia a la función y la responsabilidad públicas sometidos a la ejemplaridad y la integridad, se abre la puerta a un porvenir peligroso en el que el pueblo señale y desconfíe del sistema. El sanchismo ha subvertido fundamentos críticos del orden. Sin rendición de cuentas ni asunción de responsabilidades, nos queda algo parecido a la farsa.
Sin rendición de cuentas ni asunción de responsabilidades, nos queda algo parecido a la farsa
Los ciudadanos asisten absortos, aunque cada día menos incrédulos y sorprendidos, a la barahúnda provocada por la retahíla de nombres de políticos puestos en la picota por deméritos propios a cuenta de haber falseado su historial académico, en unos casos, y «engordado» con poca o ninguna sutileza, en otros. Casi cada día se descubre la novedad de una nueva identidad que engrosa una lista que abochorna a cualquiera y que en ninguna circunstancia debería ser abordada con paños calientes o infravalorada. Los políticos se preguntan incluso con recelo en demasiadas ocasiones por la desafección de los españoles hacia ellos, la mala opinión global que les merecen los encargados de una labor que, en principio, debería ennoblecer como es el servicio desinteresado y vocacional para lograr un país mejor y el bienestar y la prosperidad de esa misma sociedad que los censura. En realidad, resulta sencillo de entender un desapego creciente. Las páginas de los periódicos y las horas de los informativos de radio y televisión extienden sobre la mesa no ya la desvergüenza de unos pocos, sino la complicidad y la comprensión de demasiados. Se cierran filas con los conmilitones y se minimizan como deslices conductas que causan sonrojo a costa de los deberes propios en un estado de derecho. Que prevalezca la lealtad con las siglas y el interés del partido sobre los umbrales éticos de todo servidor público es otra línea recta que alimenta la desconfianza de una relación tóxica. Y en esta noria de las vanidades y de la superioridad de los nuevos regentes, hay episodios que causan especial bochorno como el de la dimisión del comisionado para la dana, José María Ángel, que presuntamente falsificó un título universitario para conseguir una plaza de funcionario, y la operación de distracción y blanqueamiento del Gobierno hasta avalar al sospechoso y su conducta. Que la ministra de Universidades Morant hablara de un debate sobre la «titulitis», de que el PSOE no reclama licenciaturas sino hojas de servicios, para sacar avalar al dimitido, el supuesto falsificador, prueba la deriva de mediocridad, degradación e inversión de valores de esta izquierda que alardea de superioridad moral. Hace unos días, lo grave era la mentira, hoy al sanchismo le sirve todo. La ley y la ética públicas se convierten en papel mojado y la barrabasada de turno está dispuesta con ánimo de servirse a sí mismo. Transitamos un tiempo sombrío en el que se exige al ciudadano un comportamiento ejemplar mientras se relativizan las faltas en los que mandan. Si se extravía todo el sentido moral del poder, si se renuncia a la función y la responsabilidad públicas sometidos a la ejemplaridad y la integridad, se abre la puerta a un porvenir peligroso en el que el pueblo señale y desconfíe del sistema. El sanchismo ha subvertido fundamentos críticos del orden. Sin rendición de cuentas ni asunción de responsabilidades, nos queda algo parecido a la farsa.