Ser funcionario de prisiones en España es como ser vendedor de abrigos en el Sahara. No es rentable, no goza de prestigio, apenas tienen seguridad jurídica y el ministro Fernando Grande-Marlaska que debería protegerles, cuidarles y dotarles de todo lo necesario para hacer bien su trabajo prefiere dedicarse a otros menesteres, como cargar contra el PP por lo que sea, defender al único valedor que le queda en Moncloa y que le mantiene en su cargo, o disfrutar de un palco vip en la final de Wimbledon. Todo menos asumir sus responsabilidades, que son muchas y las tiene desatendidas, sobre todo las que tienen relación con los funcionarios que están bajo su jurisdicción, como los cuerpos de seguridad del Estado, el cuerpo jurídico de jueces, fiscales y personal agregado y, por supuesto, los funcionarios de prisiones.
De la Policía Nacional y la Guardia Civil, poco queda ya por decir de las penosas condiciones de trabajo con las que deben afrontar su jornada laboral, mal pagados, con apenas recursos, infrafinanciados y, prácticamente, calumniados por una gran parte del Gobierno -y no necesariamente por el área comunista- por cumplir diligentemente con sus funciones. Además, nunca antes jueces y fiscales habían mostrado tanta beligerancia contra un Ejecutivo como en la actualidad, pero razones tienen de sobra. Las injerencias políticas, el nepotismo, su intención de llevar a cabo una reforma judicial a modo de “cheka” para colonizar la carrera judicial y la gota que colma el vaso de la insostenible situación del fiscal general del Estado ha unido a casi toda la carrera judicial contra Pedro Sánchez y los suyos. Solo unos pocos palmeros autodenominados progresistas siguen ya las instrucciones de Moncloa.
Pero lo que ya no tiene nombre es lo que están sufriendo los funcionarios que velan por la seguridad en las prisiones. Agredidos, vilipendiados, denostados, menospreciados, denigrados, agraviados, injuriados, difamados y absolutamente ofendidos -escojan ustedes el sinónimo que prefieran- se siente este cuerpo de empleados públicos que reclama dignidad para poder trabajar sin parches ni excusas, y que se acabe con el olvido institucional que sufren. Y lo que piden es tan lógico como esencial: que sean considerados como agentes de la autoridad, con la consiguiente protección jurídica que acarrea ostentar este status a nivel legal; que se revise con urgencia el sistema de clasificación interior y ubicación de los internos más peligrosos, para acabar con situaciones de descontrol interno; un nuevo protocolo integral para garantizar la prevención y eficaz actuación frente a las agresiones por parte de los presos; que a los empleados se les dé formación en materia de defensa personal; y que se cubran las nuevas necesidades en áreas clave como vigilancia, tratamiento y asistencia sanitaria.
Cualquier ciudadano de bien ve en estas propuestas algo absolutamente necesario, prudente, sensato y razonable, menos nuestro ínclito ministro amante del tenis, que se empeña en negar la mayor, mantener un Ministerio clave sumido en el caos, levantado en armas contra su falta de acción en lo necesario y su sobreactuación cuando le conviene a él o al presidente Sánchez. Como dice el gran José Mota: «Que sepas que ser, eres».
Trabajar como funcionario de prisiones no es lucrativo, carece de prestigio, y ellos apenas disfrutan de seguridad legal. El ministro Fernando Grande-Marlaska, quien debería velar por su bienestar y proporcionarles los recursos necesarios para desempeñar adecuadamente su labor, parece estar más interesado en otros asuntos.
Ser guardia de prisión en España es similar a vender abrigos en el desierto del Sahara. No es rentable, carece de prestigio, tiene poca protección legal, y el ministro Fernando Grande-Marlaska, que debería apoyarlos y garantizar que tengan lo que necesitan para desempeñar sus funciones, parece más centrado en otros asuntos, como atacar al PP con cualquier pretexto, defender a su único partidario en Moncloa que lo mantiene en su posición, o disfrutar de una experiencia VIP en la final de Wimbledon. Todo excepto asumir sus numerosas responsabilidades, que ha pasado por alto, en particular las relativas a los funcionarios que gobierna, como las fuerzas de seguridad del Estado, el sistema judicial, incluidos jueces y fiscales, y, por supuesto, el personal penitenciario. No queda mucho que decir sobre las condiciones de trabajo angustiosas que enfrentan la Policía Nacional y la Guardia Civil, que trabajan por un salario bajo, con recursos insuficientes, subfinanciados, y a menudo calumniados por una parte significativa del Gobierno – no sólo por la facción comunista – por desempeñar diligentemente sus deberes. Además, nunca los jueces y fiscales han mostrado tanta hostilidad hacia un Ejecutivo como lo hacen ahora, y hay muchas razones válidas para ello. La intromisión política, el favoritismo, sus planes para ejecutar la reforma judicial como un medio para controlar el poder judicial, y la gota final en la insostenible situación del fiscal general del estado han unido a casi toda la profesión judicial contra Pedro Sánchez y su administración. Sólo un pequeño número de los llamados palmers progresivos todavía se adhieren a las directivas de Moncloa. Sin embargo, ya no hay un término para lo que están experimentando los funcionarios de seguridad de la prisión. Atacado, criticado, condenado, degradado, menospreciado, agraviado, insultado, calumniado y profundamente ofendido – elija cualquier sinónimo que le guste – este grupo de empleados públicos cree que merecen la dignidad de trabajar sin obstáculos ni justificaciones, y que la negligencia que soportan debe terminar. Lo que están pidiendo es a la vez lógico y esencial: ser reconocidos como agentes de la autoridad, lo que les proporcionaría las protecciones legales que vienen con ese estatus; una revisión urgente del sistema interno de clasificación y colocación para los reclusos más peligrosos para eliminar problemas de control; un nuevo protocolo integral para prevenir y abordar efectivamente la agresión de los reclusos; capacitación en defensa personal para los empleados; y el cumplimiento de nuevas necesidades en áreas cruciales como vigilancia, tratamiento y atención médica. Cualquier ciudadano responsable reconoce la necesidad, la prudencia y la racionalidad de estas propuestas, excepto nuestro curioso ministro amante del tenis, que continúa negando lo obvio y deja un ministerio vital en agitación, reaccionando fuertemente solo cuando le conviene a él o al presidente Sánchez.